Autómata en sí

Confinado a viajar en el mundo del yo, dispuestas en la mesa las dudas heredadas como parte de su efímera existencia, su pensamiento se debate entre la certeza de su vida presente y la gran cantidad de fragmentos del pasado de otros que componen su propio cuerpo. Ancestros que cabalgaron praderas magentas.

En su soliloquio, recitativo de experiencias anheladas y conocimientos intuidos, y para no sentir el peso de ser sólo reflejo memorial de quien lo antecedió, asigna a su imagen corpórea nombres que le son propios a su conciencia: para la cabeza pronuncia la palabra cielo; su pecho alberga sonidos que se convierten en palabras, por ello, el aire será;

al vientre lo llamará mar, por las mareas de ansiedad y enojo que descubre en esos ecos, sin saber bien a bien lo que significan o qué las provoca; erguido cree alcanzar lo más alto, pero sus pies o esas extremidades que lo sostienen, también lo sujetan a la tierra, como raíces grandes y profundas.

“El hombre se convierte en símbolo para sí mismo, en cuanto tiene conciencia de su ser”,1 se repite incesantemente, en un lenguaje aprendido pero aún no descifrado. Cree que con ello trascribirá su origen y dará por terminada la conversación con los otros yoes que, a su alrededor, lo invitan a reconocerse en antepasados cuyo génesis y espejos desconoce. Asume para sí, el confinamiento de su reflexión y regresa la mirada al cuenco de agua que

le devuelve una imagen que, supone, “cifra la individualidad del hombre; su temperamento propio, su singular personalidad toda se refleja en la cara, que los artistas se complacen en reproducir con extraordinaria maestría”.2 Una máscara, piensa, es lo que se necesita; la más fiel de las virtudes y la única capaz de allegarse espíritus que interpreten, puestos en el escenario del yo, las mil y un facetas que se requieren para aspirar a tener algo que llamar alma.

Autómata en sí, construcción antropomorfa mecánica, que oculta la aspiración de otros para emular a un Dios creador, reconoce sus propias limitaciones al ser una arquitectura hecha de fragmentos dispersos a quien le falta un nombre para convertirse en individuo. Su personalidad es apócrifa, más parecida al basalto que al caleidoscopio con que nutre sus movimientos. Sabe que no deja huellas, sólo migajas, pequeños pedazos de sí que se corresponden a la construcción de los otros muchos que viven en él y que, poco a poco, consumen la piel que lo cubre.

Suspendido por hilos de un presente incierto, con ademanes torpes de un pasado ignoto y la vista de un recién nacido puesta en un horizonte futuro, este autómata, confinado a la estrecha relación de cuatro muros, paredes o límites, navega en la esencia de sí mismo amparado en la brújula de la discordia. Sabe, como Platón, que las som- bras afuera de la caverna son sus otros yoes dispuestos

a perder o a ganarlo todo, y demostrar con ello que son superiores en acto y en potencia.

Autómata en sí es el hombre que pierde la capacidad de dialogar consigo mismo, de perderse en largas conversaciones con su voz como guía, de mirarse y de nombrarse; quien no se reconstruye pierde la oportunidad de saberse un ser, porque humana puede ser su condición biológica, más no su esencia.

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