Por Édgar Piedragil
Dice John Berger que: “Al coincidir la evolución de las formas naturales y la evolución de la percepción humana se produce un fenómeno de reconocimiento potencial: lo que es y lo que vemos (y también lo que sentimos al verlo) confluyen a veces en un punto de afirmación. Este punto, esta coincidencia, tiene dos caras: lo que ha sido visto queda reconocido y confirmado, y al mismo tiempo, el espectador resulta afirmado por lo que ve. Por un breve momento uno se encuentra, sin las pretensiones de un creador, en la posición de Dios en el primer capítulo del Génesis… Y vio que era bueno. La emoción estética ante la naturaleza se deriva, creo yo, de esta doble afirmación”.1
Las cosas sencillas que no admiramos de manera natural, pretendemos leerlas de formas diferenciadas cuando nos acercamos a las reglas estéticas de cualquiera de las artes: pintura, escultura, fotografía, música, literatura, teatro; incluso, en todos sus entramados: ópera, circo, cine, performance, happenings, arte sonoro, instalaciones, y demás expresiones que conjuntan ramas que parten de la misma raíz y crecen en el mismo árbol. Es ahí donde los otros sentidos de la vista son esenciales.
Reconocer de nuestro entorno cotidiano sus formas estéticas, es la esencia de la poesía. A través de ella es como se encienden y amplían los otros sentidos de la vista, mismos que se complementan con los fisiológicos. La admiración de la naturaleza o la puesta en contexto de una escena del mercado, nos remitirá a otras lecturas, a otros códigos, a otras formas de diálogo y conversación que facilitan el conocimiento y la adquisición de un lenguaje común y entendimiento. Aun cuando todos compartimos un concepto de belleza y de fealdad, éste se remite a una experiencia visual y sensorial del entorno propio en que nace. Así, las condiciones de un escenario, de un ambiente, la sonoridad y música de que aquello que da trama a nuestros pasos por una plaza, las palabras de pláticas escuchadas, generan un sutil bagaje que aplicaremos, quizás sin darnos cuenta, al orden y armonía de nuestros objetos en casa, en el cuarto y, más allá, en nuestras ideas, en nuestros pensamientos.
La mejor lectura estética que podemos realizar de nuestra cotidianidad, está en la atención de los instantes, a través de ellos es que los otros sentidos de la vista se activan y encienden el lenguaje. Definir en palabras dicha experiencia la convierte en memoria. Los recuerdos reviven. La imaginación es una geografía de coordenadas ancladas en la realidad, pero de tránsitos libres en que uno va dejando señales o, donde recogemos las de otros en su andar. Caminar el mapa de nuestra sensibilidad es el reto de quienes hemos entendido que, en las fronteras de la vista y en un mundo saturado de imágenes, lo mejor es cerrar los ojos y abrir la puerta a la fantasía.
Nota:
1John Berger, El sentido de la vista, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pp. 19-20.
